miércoles, 15 de enero de 2014

Cuando el hombre llamó guerra al exterminio de aves campestres

Por Almaciguero Mayor


La cultura australiana es un tanto especial. Tengamos en cuenta que es un país cuya existencia inicial se debió a su uso como cárcel inmensa, es decir, una isla continente que el Imperio Británico instauró como destino de la peor chusma que infestaba sus prisiones. Así, violadores, asesinos, bandidos sanguinarios, irlandeses y demás indeseables a ojos del rey de Inglaterra fueron enviados en un largo viaje al exótico destino de la fauna cangura y dinga. Esto ocurrió durante finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, es decir, cuando los británicos estaban en el apogeo de su poderío, hasta que sobre 1840 se prohibió el tráfico de convictos por tierras australianas, que pasaron a ser los pobladores de la nueva Australia.

Y cómo somos los occidentales que cada vez que nos asentamos en un sitio, o queremos hacerlo, si los ocupantes del mismo son de una raza extraña que no habla nuestro idioma, pues les sacamos los ojos y nos comemos a sus hijos. No vaya a ser que se queden con el oro imaginario que hay en esas fértiles tierras. De este modo, y más o menos a la par que los gloriosos Estados Unidos de América, se produjo el genocidio de los aborígenes australianos, que si bien no fueron tan exterminados como los indios americanos, muchos precisamente no quedaron para contar a sus nietos cómo llegaron unos señores de habla extraña, provenientes de más allá de los mares y a lo Julio César, vieron (proclamando a los cuatro vientos esta tierra es mía) y vencieron.

A propósito de exterminar razas, pasemos al intento de hacer lo propio, pero no en humanos, que tuvieron los australianos sobre unas molestas aves llamadas emúes, algo así como una avestruz más pequeña a las que igual que a sus colegas de evolución, se les prohibió la capacidad de volar, pero a cambio adquirieron una velocidad en carrera difícil de igualar.

Un emú dispuesto a comerse a tus hijos.
En 1918, tras la Primera Guerra Mundial, miles de soldados australianos regresaron de Europa, y con el objetivo de dar un poco de paz y estabilidad a sus vidas, se les otorgaron tierras en la poco poblada Australia Occidental. Allí encontraron la prosperidad cambiando los fusiles por azadas, las bayonetas por hoces y los caballos de guerra por otros que arasen sus nuevos dominios con los que labrarse un futuro como granjeros y agricultores. Sin embargo, los canallas de Wall Street que hicieron vivir el mundo durante 10 años en una feliz ficción económica, sepultaron parte de sus esperanzas, pues con el crack de 1929 la crisis mundial se desató y cortó el flujo inversor que permitía a los agricultores disfrutar de cierta holgura. El gobierno prometió subsidios inmediatos, por lo que en un intento de salvar las cosechas los agricultores invirtieron todo lo que tenían en intentar que los cultivos fueran más prósperos. Pero por desgracia las ansiadas subvenciones nunca llegaron, y además, la gran inversión anterior ocasionó una superproducción de cereales que hizo que el precio de los cereales cultivados disminuyese, por lo que tras unos años, los agricultores se encontraban notablemente empobrecidos. Por si fuera poco, en 1932 llegaron a estas tierras unos 20000 emúes fruto de la migración, dispuestas a comerse a toda pastilla toda cosecha que se les pusiera por delante.

Fue entonces cuando los granjeros reclamaron al Gobierno el despliegue de ametralladoras para acabar con todos los bichos que pudieran a la mayor celeridad, como si fuera aquello la batalla del Somme, pero con un enemigo que al primer disparo saldría corriendo por patas en dirección contraria. El primer ministro aceptó la petición, a cambio de que las armas proporcionadas fueran empleadas por personal militar que el país enviaría, a cambio de que su avituallamiento corriera a cargo de los habitantes de la zona afectados por las perniciosas aves. A principios de noviembre comenzó la campaña, que sería conocida como la Guerra del Emú.

Héroes australianos en plena refriega.
La situación era, como poco, absurda, pues, básicamente, tras una primera batida con las ametralladoras para despejar los campos, cuando los emúes penetraron en los bosques eran difíciles de acertar. Corrían a una velocidad endiablada, a lo que se une que al oír el primer disparo se dispersaban y no eran, como esperaban los oficiales australianos, una bandada conjunta de pajarracos dispuestos a morir al primer envite. Además los emúes aguantaban bastante los disparos, no bastaba una bala para matarlos en el acto. Tras una semana de "contienda", se contabilizaron entre 50 y 300 aves muertas por casi 3000 balas utilizadas por los soldados, unas cifras bastante sonrojantes. Pero tras un mes cazando, se dio por concluida la batida, con un recuento total de unas 1000 víctimas mortales en el bando emú, por la lógica cifra de 0 australianos muertos, quienes, eso sí, gastaron unas 10000 municiones para alcanzar tan épica gesta, o sea, unas 10 balas por emú. Unos 3000 emúes más perecieron a causa de sus heridas. No obstante, el Gobierno australiano reconoció que tan pírrica "victoria" no fue tal, sino que lo manifestó como una derrota vergonzosa de su ejército.

Como anécdota bastante significativa, en mitad de la esperpéntica guerra, el oficial al mando de los australianos, el mayor Meredith, en un ridículo intento de justificar que sus hombres no podían acabar con los emúes, pronunció: "Si tuviésemos una fuerza militar con la capacidad de absorber munición de estas aves, podría enfrentarse a cualquier ejército del mundo. Afrontan las ametralladoras con la invulnerabilidad de un tanque, son como los Zulús, ni siquiera las balas expansivas pueden pararlas". Eventos como éstos sacan a la luz lo burros que podemos ser los humanos, pero si se piensa en frío, australianos y americanos se pasaron por la piedra a todos los indígenas que pudieron a la hora de colonizar sus países, por lo que, ¿qué les impide hacer tragar plomo a unas aves de mirada maligna que invaden sus tierras? Y lo más importante, porque los soldados al fin y al cabo sólo reciben órdenes, ¿han sido y son los altos mandos militares ejemplos de valor, sentido de la justicia o cordura? Con ejemplos así, la respuesta dista de ser afirmativa.

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