jueves, 20 de febrero de 2014

Jugando al tute con Alfonso X

Por Almaciguero Mayor


El pasado es el hábitat natural de los juegos de mesa. Recuerdo que en mi tierna infancia jugaba con mis familiares a juegos como el Cluedo y el Risk durante las largas tardes de domingo en las que cualquier excusa era buena para que la abuela se escandalizase porque sus nietos sucumbiesen a gastar tiempo en el placer más inmediato mientras que estando lejos de misa sus almas iban acercándose al diablo. Pero lo mejor fue el descubrimiento de las damas, un juego sugerente, ágil, que no tardabas en dominar, consiguiendo orgullosas victorias contra gente mayor que tú que se dejaba sorprender por un crío que un lustro atrás todavía gateaba. Aunque el gozo supremo llegó con el ajedrez, donde aun siendo todo lineal, había infinitas combinaciones, y ahí el adulto más inocente te daba para el pelo, produciéndote frustración y a la vez inquietud, amén de ganas de seguir jugando, de seguir aprendiendo. Las cartas eran algo menor, pero igualmente servían para esquivar un rato más el aburrimiento.

Yo no sé si yo era un crío extraño (todas las papeletas apuntan a que sí) por frecuentar el ajedrez, pero hoy día todo esto que forma parte de mis inicios en la vida no es algo que se vea por ahí, todo gracias a las majaderías de la tecnología, los videojuegos y la telebasura, que no dejan respirar a las mentes vírgenes (y no tanto) del mundo. Pero alejándonos de este lamento, hagamos un viaje a la Edad Media, esa época en la que la gente vivía muy mal y necesitaba distracciones por doquier para olvidar que el señor feudal de turno ha ejercido el sacro Derecho de Pernada sobre tu hija o los vikingos han incendiado tus cosechas y te han dejado con la preocupación de si sobrevivirás o no al siguiente invierno.

Si ahora situamos la lupa histórica en la geografía de la Península Ibérica, tenemos una amalgama de reinos que estaban guerreándose año sí y año también para ganar un palmo de terreno al vecino, para hacerse con el castillo de turno y sus ricas despensas o simplemente para que tus caballeros juramentados no desertaran por falta de acción o fe. En este mundo tan puñetero, el que fue el mayor representante de la cultura medieval ibérica, Alfonso X el Sabio, impulsor de la Escuela de Traductores de Toledo, también mandó redactar el libro Ajedrez, dados y tablas, en el que recogía los juegos más populares tanto para la nobleza más acaudalada como para el campesino más mugriento y desamparado.

La época medieval, por mucho que digan algunos, no era una época de color negro situada entre el mundo romano y el del Renacimiento, y sobre todo, no eran los mil años sin ningún avance que se nos vende tan a menudo. La Edad Media fue una mala época, en la que se perdió parte de la cultura que se había realizado en el Imperio Romano por el descontrol de saqueos e incendios que supuso la caída de éste, pero en ningún caso un pozo sin fondo de incultura, de hecho surgieron varias escuelas de poesía y un puñado de universidades en el siglo XIII. Del mismo modo que los musulmanes no eran tan refinados, cultos y respetuosos con sus enemigos ni los cristianos sucios, ignorantes y sanguinarios, sino que ambos eran guiados por religiones que les llevaban de cabeza a absurdas guerras santas, la Edad Media no fue tan mala a nivel cultural. Así que teniendo en cuenta estos agentes, es de recibo que surgiera un rey como Alfonso X para potenciar juegos de mesa que ejercitaban la inteligencia como el ajedrez, así como los diversos pasatiempos de su tiempo.

Nos habla el rey Sabio de "las ventajas de estos juegos que se facen seyendo, frente los que se hacen cabalgando o a pie, porque todos pueden practicarlos, hombres y mujeres, viejos y flacos, libres y cautivos, en la tierra o en el mar, de noche o de día, con buen o mal tiempo". Es decir, que equipara las bondades de los juegos de mesa a los deportes físicos como las justas o las luchas de espada, de hecho, incluso afirma que son mejores por ser universales, practicables por todo hijo de vecino.

El Libro del Ajedrez es el principal tratado de los contenidos en la obra, ya que es el juego por excelencia, en el que prima el intelecto por encima de la aletoriedad de los dados o las cartas. El tablero estará formado por 64 casillas, de las que 16 casillas por bando estarán ocupadas por sendos ejércitos, que a modo de los reales, los compondrán los sacrificados peones, que son como los soldados rasos, con gran limitación de movimientos, el rey, que igual que en la batalla debe ir paso a paso ganándole terreno al enemigo, el alferzza (viene de alférez) que es la actual reina, aunque con menor libertad de movimiento, los alfiles que inicialmente eran elefantes (fil significa elefante), los caballos, capaces de moverse a diestra y a siniestra con una elegante L y las roques, que son las torres que utilizamos hoy (de ahí viene el término enroque).

El códice incluye también una serie de juegos departidos (un total de 103), en los que se conoce el número de jugadas para alcanzar el final de la partida, es decir, pornografía dura para los estudiosos del ajedrez. Más tarde, en la etapa final del siglo XV, la pieza del alferzza pasa a ser la dama poderosa o reina, una figura con un poder mucho mayor al rey, tal como la conocemos en la actualidad. Se cree que esta modalidad surgió en España por el papel que ejerció Isabel la católica en su reinado, en el que, aunque se dijera aquello de "tanto monta, monta tanto", sí que es cierto que las principales reformas y decisiones que tuvieron lugar a finales del siglo, como la expulsión de los judíos, la conquista de Granada, la expedición de Colón o la instauración de la Inquisición, fueron todos planes de Isabel. El juego modernizado con esta potente figura llegó a Europa de la mano de Carlos V y su plana mayor que se pasaron buena parte de su vida guerreando por el continente.

Si nos centramos en el juego de dados, en el libro, este es contrapuesto al ajedrez, pues mientras que el último es el juego que practican reyes, nobles y eclesiásticos, los dados solo pertenecen a los más ruines de entre los hombres, a quienes quieren lucrarse cual viles rufianes del dinero ajeno, sólo por un golpe de suerte. Por ello las llamadas tahuerías, casas donde se organizaban partidas de dados, son a menudo prohibidas, pues constituyen un germen de enfrentamientos que alteran el orden público así como la ruina del más ilustre caballero.

Juego de las tablas astronómicas
Mientras que el juego de dados lo deja todo al azar y el ajedrez al intelecto, tenemos el que, según Alfonso X, mezclaba ambos aspectos, los juegos de tablas o juegos de tablas astronómicas, una suerte de backgammon primitivo en el que jugaban siete individuos, cada uno representando un planeta y sus fichas el color correspondiente (por ejemplo, Marte-rojo). Se juega con dados de siete caras, cada jugador dispone de siete fichas de su color apiladas sobre el eje central en su zona de salida en el lado izquierdo y estas fichas se mueven en el sentido de las agujas del reloj. Las fichas avanzan del mismo modo que se avanza en el backgammon, pero el punto de comienzo de los otros jugadores se omite al contar cuando está ocupado por más de una ficha. El objetivo es capturar las fichas del oponente sin que las propias sean capturadas.

También aparece un clásico, el juego de las damas, que si bien se pensaba que provenía de Francia, resultó ser como la figura de la reina en ajedrez, que provenía de la patria hispana. El nombre proviene de la función inicial del juego, es decir, entretener a las damas del castillo entre costura y costura o banquete y banquete mientras los maridos estaban jugando con alguna ramera o desfallecidos por el jabalí recién comido. Pero el juego adquirió un grado superior de emoción cuando algún desaprensivo se inventó picarescamente el soplo y la llegada de una dama a la meta, que añadía un interés inesperado a las partidas y que mandó a más de una cortesana al confesionario por desear el mal ajeno a su adversaria.

Finalmente tenemos el juego de naipes, otro de los juegos malévolos, como los dados, que no se conciben sin apostarse unos maravedíes, lo que llevó a su natural prohibición. Cuentan que el inventor de este enser indispensable en la estantería (o bolsillo) de todo español fue un tal Nicolás Pepín, de ahí que sus iniciales N.P., marcadas en una baraja, hicieran que las cartas fueran llamadas naipes. Desde Quevedo, pasando por Tirso de Molina, hasta Góngora (a quien las cartas propiciaron la desgracia) los años de la picaresca española estuvieron bañados de contagiosa malicia y nuestras gentes desarrollaron inmejorablemente el arte del engaño y la estafa. Qué genialidad esta de las cartas, en las que cualquier don nadie ha sido un maestro, y no conformándose con eso han sido ilustres protagonistas de uno de los mejores finales de la historia del cine. El de Paco Rabal jugando al tute con su prima Viridiana.


Referencias:

- Los juegos de mesa en la Edad Media, por Ángel Luis Molina Molina.
- Gafapastas en la Edad Media, por Javier Bilbao, de JotDown.
- Juegos medievales, de Almogávares de Europa.

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